Lo que empezó como un parcial que no rendí, terminó siendo la mejor decisión de mi vida

La primera llamada

Salí del secundario con orientación comercial y contable, así que parecía lógico seguir en la misma línea: me anoté en Administración de Empresas, en la Facultad de Económicas.

Aguanté cinco años en ese camino. Hice tres años reales de carrera, entre idas y vueltas. Y la verdad, nunca me terminó de cerrar… pero seguía. Porque era lo que «había que hacer», supongo.

Hasta que un día, literal, tenía que ir a rendir un parcial de Historia Argentina… y no fui. Me fui a lo de una amiga. Esa charla fue una bisagra. Empecé a decir en voz alta lo que en el fondo ya sabía: a mí lo que me movía era otra cosa. Lo creativo. La estética. El diseño.

Esa misma semana me anoté en Diseño Gráfico. Era 2008. Y ese mismo año, como si el universo me dijera “vas bien”, entré a trabajar como diseñadora en la Facultad de Económicas.

Ahí empezó mi verdadero camino. Uno donde podía ponerle forma y color a las ideas. Donde empecé a construir algo mío.

El segundo llamado

Después de varios años laburando como diseñadora —y metiéndome en cuanto curso encontraba: community manager, Facebook Ads, branding, todo lo que me cruzaba— empecé a sentir que algo ya no encajaba.

El mundo había cambiado. Y yo seguía clavada en el diseño editorial, como si todo siguiera igual.

Entonces apareció el diseño UX. Me anoté. Me explotó la cabeza.

UX me cambió la forma de mirar todo: el diseño, los procesos, la conversación con los clientes.

Pero otra vez me encontré en una encrucijada: todo ese conocimiento parecía tener sentido solo si entraba a trabajar para una empresa o un estudio, de 9 a 18.

Y eso nunca fue lo mío. Yo siempre prioricé la libertad de manejar mis tiempos, de estar con mis hijas, de trabajar desde donde quisiera.

Así que otra vez estaba frente a una pregunta incómoda: ¿qué hago con todo lo que sé, si no lo puedo usar sin sacrificar mi forma de vivir?

La incomodidad silenciosa

En medio de todo eso, nos mudamos con mi marido y mis hijas a un pueblo a 100 km de Capital. No conocíamos a nadie. Mis amigas y mi familia se quedaron allá.

Era un paraíso natural… pero yo me sentía apagada.

Salía solo para llevar a las chicas al cole. Y aunque amaba la paz del entorno, algo adentro mío no estaba bien.

Con el tiempo entendí que extrañaba la conexión humana. Las charlas, la vida social, el movimiento.

Y ahí pasó algo que todavía me sorprende: me descubrí necesitando ser sociable. Yo, que siempre dije que no lo era.

Intenté conectar con las mamis del cole. Y eso, que parecía tan simple, fue mi primer paso hacia otro mundo.

Empecé un proceso personal. El famoso “proceso”. (Mis amigas todavía me cargan con eso).

Pero ese proceso me llevó a libros, charlas, a conocer a una mami del cole que se convirtió en mi terapeuta y amiga, a hacer un vivencial de coaching…

Y finalmente, a estudiar la carrera de coach ontológico.

Otra bomba emocional y profesional.

La integración

La formación como coach fue un antes y un después.

Me transformó como persona, como mamá, como pareja, como amiga… Y me hizo ver que había algo que ya venía sintiendo hacía tiempo:

Que lo mío no era solo diseñar.
Era acompañar. Guiar.
Ser esa que pone los patitos en fila (una colega me llama así, “alineadora serial de patitos” 😅).

Empecé a ver con claridad que mi verdadero talento era leer a las personas, detectar lo que necesitan y ayudarlas a avanzar.

Y que todo eso que había aprendido —desde el diseño, la estrategia, el coaching— podía convertirse en algo más grande.

En un método, en una mentoría, en una manera de acompañar procesos de transformación reales.

Ahí empezó a tomar forma lo que hoy ofrezco. Ahí entendí que primero tenés que encontrarte para después crear un negocio con propósito.

Porque cuando conectás con tu verdad, todo empieza a pasar.

La integración

Y entonces pasó lo que no esperaba: me encontré.
No de golpe, no con fuegos artificiales, pero sí con una certeza suave que se fue metiendo en todo.

La formación como coach me corrió de eje.
Me hizo mirar mi historia desde otro lugar. Entender por qué, para qué.
No solo cambié como profesional, cambié como persona. Me volví más consciente, más presente… más yo.

Ahí entendí algo que había estado latiendo hace rato:
Que lo mío no era solo diseñar cosas lindas.
Era acompañar procesos. Ver lo que otros no ven. Preguntar eso que incomoda, pero transforma.
Mover estructuras. Ordenar ideas. Alinear patitos, como dice una amiga que me conoce bien.

De repente todo cobró sentido.
Todo lo que sabía, lo que aprendí, lo que viví…
Podía unirlo. Armar algo propio.
No seguir formatos, sino crear uno. El mío.

Y ahí apareció esta forma de trabajar que hoy sostengo:
acompañar a otras mujeres a ordenar su mundo interno, su mensaje, su negocio.
A diseñar marcas con intención.
Negocios que se sienten verdad. Que vibran con propósito.

Porque entendí que solo cuando te encontrás de verdad,
recién ahí podés construir algo que te represente.

El regreso con el elixir

Y cuando todo se ordenó adentro, también empezó a ordenarse afuera.
No de forma mágica, pero sí con dirección.

Las piezas encajaron. Las ideas fluyeron.
Empecé a crear desde otro lugar. A mostrarme distinta.
Y fue ahí cuando otras también empezaron a buscar eso.

Hoy acompaño a mujeres que están en ese punto justo:
donde sienten que tienen algo grande para dar, pero todavía no lo pueden poner en palabras, en forma, en marca.
Negocios que están listos para mirar hacia adentro y construir desde ahí.

Trabajo con ellos como diseñadora, sí, pero sobre todo como guía.
Como alguien que ya caminó ese camino, que sabe lo que es perderse y reencontrarse.
Y que cree, profundamente, que cuando te alineás con lo que sos, no hay fórmula que se te resista.

Mi misión hoy es esa:
transformar historias en marcas con alma.
Negocios que se sientan como hogar.
Proyectos que vendan, claro, pero que también abracen.

Porque no se trata solo de crecer.
Se trata de crecer siendo vos.

Traduce a tu idioma